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Sunday, July 29, 2007

"Encuentro con Francis Rueda", de Francis Rueda

Ateneo de Caracas · Sala Horacio Peterson · Temporada: julio-agosto, 2007 · Teatro del Duende

Ficha artística

Lucrecia, Greta Garbo, Laurencia, Ramona, Medea, Clitemnestra, Clov, Brusca: Francis Rueda

Ficha técnica

Iluminación: Ernesto Pinto
Arreglo musical: Juan Pulía
Promociones: Hernán Colmenares
Asistente de Dirección / Diseño gráfico: Luis Iván Pinto
Producción: Teatro del Duende
Dirección: Gilberto Pinto


Sentir tudo de todas as maneiras,
vivir tudo de todos os lados,
ser a mesma coisa de todos os modos possíveis ao mesmo tempo,
realizar em si toda a humanidade de todos os momentos
num só momento difuso, profuso, completo e longínquo.

Fernando Pessoa [Álvaro de Campos]. A Passagem das Horas.

El teatro dentro del teatro no es algo nuevo. En Hamlet, los comediantes, a instancias del Príncipe de Dinamarca, escenifican la muerte del difunto padre del héroe a manos del nuevo Rey. Luigi Pirandello llevó las cosas aún más lejos en Siete personajes en busca de autor, Cada cual a su manera y Esta noche se improvisa. En piezas como Madre Coraje y sus hijos y La boda de los pequeños burgueses, de Bertolt Brecht, los actores salen de personaje para recordarle al público que están presenciando una obra de teatro. Influido por Brecht, al inicio de su Hölderlin, Peter Weiss pone en boca del héroe toda la farsa que se avecina, e incluso tiene la osadía de delatar el género de obra teatral que el público está por ver y no vacila en darle al reparto instrucciones acerca del modo en que han de interpretar sus papeles. Federico García Lorca, a su modo, prosigue la jugarreta en El público y Comedia sin título. Hace ya algún tiempo que, como lo hizo Cervantes con la novela y Baudelaire con la poesía, también el teatro se convirtió en un arte cuyo objeto es el arte mismo. Sólo era cuestión de tiempo para que una actriz subiera a escena para interpretarse a sí misma y a los personajes que, con el paso de los años, se han hecho parte de ella. Esta noche, en la sala Horacio Peterson del Ateneo, Francis Rueda ha hecho precisamente eso.
Encuentro con Francis Rueda es un monólogo confesional en el que la actriz, dirigiéndose al público, comparte con los espectadores los gajes de su oficio, cuenta anécdotas sobre los altibajos de su profesión y, a modo de collage, interpreta algunos de los personajes que, en cierto modo, constituyen la antología personal de su carrera artística. No se trata, en todo rigor, de una obra de teatro. Carece de trama, conflicto, desenlace y demás atributos que, tradicionalmente, constituyen un drama. La obra no está, sin embargo, del todo desprovista de un hilo conductor. Si se considera Encuentro con Francis Rueda como una especie de ensayo escenificado―no en el sentido teatral de la palabra, sino de género literario―, entonces las interpretaciones de los personajes que van apareciendo en escena sirven de ejemplos o «citas», si se quiere, que vienen a cuento para ilustrar los puntos que toca la actriz en su alocución. Del mismo modo que no basta que algo esté contenido en forma de libro para ser literatura, no puede esperarse que todo cuanto ocurra entre las cuatro paredes de una sala de teatro sea un drama. Algún contestatario podría argüir que se le vendió gato por liebre de no ser porque el título de la función es lo bastante honesto en ese sentido. Se trata de un encuentro con Francis Rueda y no de otra cosa. Más que una obra de teatro, he aquí un espectáculo en el que se hace uso de ciertos artificios teatrales para transmitir ideas sobre la actuación.
Una obra de esta naturaleza puede tener algún mérito en lo que respecta a su originalidad y el enfoque vanguardista que le es inherente. No obstante, trae consigo algunos problemas que, dada su temática, conviene destacar. En primer lugar, las piezas en que se ha problematizado el hecho teatral han surgido como iniciativa de los dramaturgos y, por ende, están estructurados de tal suerte que, aun cuando pareciera que la obra se desvía de su cauce, ese desvío no es más que parte de la trama y, por ende, estaba previsto. A nadie se le ocurriría pensar, una vez que ha bajado el telón, que El padre, La madre, La hijastra, El hijo, El muchacho, La niña y Madame Pace de Seis personajes en busca de autor, son, en efecto, personas reales que han entrado al teatro a solicitar que se lleve a escena el drama de sus vidas, aunque ésa sea la primera impresión que se tiene cuando irrumpen en el ensayo y, avanzando por el corredor central del patio de butacas, abordan al Director. La presunta «realidad» de tales personajes es la que entra en conflicto con el mundo ilusorio de que viven los actores, pero esa realidad no es la de los espectadores, sino que finge serla. Lo cierto es que esos seis inesperados visitantes son tan personajes como los caracteres que tan afectadamente interpretan los actores del reparto. Pirandello ha logrado engatusarnos, haciéndonos creer que ha creado un conflicto entre la realidad y la ilusión, cuando la verdad es que jamás ha abandonado el terreno de la ilusión. Es por ello que en su obra hay premisa, conflicto, carácter, peripecia, clímax, desenlace y todo cuanto atañe a una obra de teatro.
En otras piezas vanguardistas, lo que conforma su estructura no siempre está a la vista. La miopía de algunos lectores y espectadores de Esperando a Godot ha difundido la especie de que en esta obra no hay conflicto y que, bien mirado, no sucede absolutamente nada durante toda la pieza. A decir verdad, Beckett ha apostado por un conflicto que ni siquiera aparece en escena, lo que no significa que no exista. El conflicto, en este caso, es metateatral y se desencadena en cada uno de los espectadores lo bastante sensibles para percibir la orfandad de dos personajes que esperan por algo que jamás ha de llegar. Se podría decir, inclusive, que el hecho de que los personajes permanezcan ajenos al conflicto que socava al público agrava aún más el conflicto. Aquí se ha resemantizado la noción de conflicto en el sentido de que se han hallado nuevas maneras de crearlo, distintas de las tradicionales, y no, como algunos han creído, de suprimirlo.
Si hemos de admitir que es propio del arte conferir nuevo significado a las cosas, se entiende entonces que la Fuente de Marcel Duchamp―el urinario de porcelana blanca que, firmada por el apócrifo R. Mutt, incluyó en la exposición de la galería Grand Central de Nueva York, y de cuyo jurado formó parte―es una obra de arte. Así lo explica el artista:

Si el Sr. Mutt construyó o no con sus propias manos la Fuente no tiene ninguna importancia. Él la ELIGIÓ. Tomó un objeto de la vida diaria, lo reubicó de manera que se perdiera su sentido práctico, le dio un nuevo título y punto de vista y creó un nuevo significado para ese objeto.

Con todo, aún en este caso el artista―como ocurre también en todas las obras que he mencionado al inicio de mi disertación―ha elegido un objeto externo para presentarlo como obra de arte.
Francis Rueda, por el contrario, se ha elegido a sí misma, y no puedo menos de adivinar que este acto de vanidad sólo ha sido medianamente justificado por el hecho de que ella misma reconoce―tanto al principio como al final de la función―la vanidad que comporta el oficio de la actuación. El programa de mano también hace lo suyo por ensalzar el ego de la actriz pues muestra, en grandes caracteres, los rimbombantes adjetivos que emplearon los críticos en sus loas a las distintas interpretaciones de personajes que hizo Francis Rueda en otro tiempo y de los cuales nos ofrece una pequeña muestra en la función que nos ocupa. Es inevitable entrever un dejo de pedantería en quien prepara un espectáculo que parece una síntesis curricular. De no ser porque la actriz logra romper el hielo de tal manera que suscita la empatía del público, y fue lo bastante persuasiva para mostrar cuán difícil resulta ponerse en contacto con la otredad que buscan los actores en su desdoblamiento―al punto que, en alguna que otra ocasión, hasta se burlaba de sí misma, desmitificando así la percepción de vida glamorosa que suele tenerse de los actores―la función habría sido insoportable.
Ahora pasemos a lo que interesa: examinar lo que de más artístico tenía este espectáculo. Se diría que en una función en que se abusa tanto de la primera persona, y cuyo cometido parece ser mostrar las facultades proteicas de la actriz que la protagoniza, cada alter ego que se muestra al público debiera dar la impresión de un reparto numeroso. Sin embargo, no creo que Francis Rueda haya demostrado, en todo momento, tener la destreza camaleónica de la que parecía jactarse. Veamos, por separado, cada uno de los fantasmas que la poseyeron en orden de aparición.
La afectación desmesurada, al interpretar a la Lucrecia de la obra homónima de Gilberto Pinto, impregnó toda la sala de ese tufo de melodrama que ofende las fosas nasales de cualquier espectador respetable. Los exagerados movimientos que le impuso Gilberto Pinto, y el cadencioso e inalterable énfasis al decir los parlamentos, impedían el juego de la entropía en cada clímax del texto, lo que resultó en una manirrota caracterización de paroxismo monótono. Aplaudo, no obstante, la sutileza de las transiciones en las que la ultrajada Lucrecia, en su locura, volvía a la infancia y fingía jugar con la nana que otrora cuidaba de ella y ahora no era más que un cadáver más de la guerra de la independencia.
La Greta Garbo de Oficina nº 1 de Miguel Otero Silva era un cliché de carne y hueso, tan cursi como puede serlo quien insufla vida a un lugar común. Además, era poco verosímil, pues ni la voz ni los ademanes mostraron en escena la mugre espiritual de una mujer de esa índole y esa época.
El fantasma de Laurencia―Fuenteovjeuna, Lope de Vega―fue uno de los más privilegiados por la invocación de Francis Rueda. Los versos barrocos de «el Fénix de los ingenios» del Siglo de Oro español brotaban de los labios de la actriz con dicción e intencionalidad poco menos que impecables, con una energía dramática notable y conmovedora, y enfatizando las exclamaciones más selectas con la vehemencia y la indignación que reclamaba el terrible agravio sufrido. La encarnación de Francis Rueda ha estado a la altura de esta gran peripecia de Fuenteovejuna.
La Ramona de El rompimiento de Rafael Guinand, ese pintoresco personaje moralista que se alarma por las licenciosas costumbres a las que se abandonan los asistentes al cinematógrafo, al apagarse la luz, tuvo un eco fidedigno en Francis Rueda de pies a cabeza. El encorvamiento y la agudización de la voz demuestran un trabajo corporal y vocal muy interesantes.
Desafortunadamente, la Medea de la obra homónima de Jean Anouilh-Eurípides careció de esa fuerza visceral y solemne que merece un personaje trágico. El ritmo era apresurado, dadas las características del monólogo, y las transiciones resultaron un tanto bruscas. Cuando Medea daba voces, sólo era un sonido emitido por los labios, y no el desgarramiento de las entrañas que hace aullar al mundo entero. No es cuestión de decibeles, sino de interiorización del alarido, que el cuerpo de la actriz no mostró en lo absoluto. Es preciso comprender que en ese momento Medea ya no es Medea, sino una fuerza del mal de un poder destructivo terrible, nada de lo cual pudo Francis Rueda siquiera rozar. No creo que la decisión de incluir a este personaje en el repertorio haya sido la más acertada para una función como ésta. Puedo afirmar, sin un ápice de cinismo, que lo más interesante de Medea fue el instante de la despersonalización. Cuando la actriz cae de bruces en el suelo y, exiliándose de la enajenación, suelta un profundo suspiro y arquea las cejas para demostrar cuán agotada ha quedado por su interpretación, moviendo a risa al público, supera cualquiera de las transiciones hechas a todo lo largo de la función y, a mi modo de ver, dado el tremendo contraste entre un estado y otro, es ése el clímax―si alguno hubiere―del espectáculo.
A continuación, la Clitemnestra de La cátedra del humor es una interpretación de poca monta pues, a decir verdad, apenas funge como transición entre Medea y Clov. La fichera de cabaret apenas se limita a decir unas cuantas palabras y enseguida canta un bolero para que el público tome un respiro. Me parece que es un recurso formidable de que echa mano Gilberto Pinto para apaciguar la tempestad, pero, considerando su carácter más pragmático que dramático, apenas cuenta como caracterización de Francis Rueda en vista del conjunto.
El desamparo y la soledad, el superlativo dolor y la orfandad de Clov―Final de partida, Samuel Beckett―dio en el clavo. Francis Rueda, encorvada y con los brazos suspendidos como miembros muertos, dijo sus parlamentos con rostro casi inexpresivo, lo cual, paradójicamente, fue una muestra elocuente de un espíritu hecho trizas. Parecía estar más allá del dolor, en aquel rincón del alma donde los golpes de la vida ya han formado callos, y estremeció a la platea.
La altisonante tosquedad de Brusca, la rompefuego de Lo que dejó la tempestad de César Rengifo, fue un vuelco interesante. Francis Rueda pasó de un personaje enterrado en lo indecible a otro que hablaba hasta por los codos con esa irreverencia y color local propios de los populares y picarescos personajes de la guerrilla de izquierda. Gilberto Pinto tomó la sabia decisión de presentar la voz del personaje en off―su rasgo más característico―antes de que ocupara el escenario, creando con ello gran expectativa entre el público. El tono de voz y la gesticulación iban de la mano del talante desenfadado y altanero de Brusca que, fusil al hombro, vestía una braga y se mofaba de las señoritas oligarcas.
Ahora bien, pese a mis reservas tocantes a la interpretación de algunos personajes y a la cojera del concepto del espectáculo―en lo que se refiere a lo artístico―, hay que reconocer la versatilidad de Francis Rueda para intentar siquiera una propuesta tan ambiciosa como ésta. Para finalizar, sólo quiero decir algunas palabras más acerca de uno de los problemas que se hace evidente en Encuentro con Francis Rueda. Se requiere de un histrionismo tremendo para llevar a cabo una empresa semejante sin que algún espectador sagaz empiece a ver las costuras del método de trabajo de Francis Rueda. Quiero decir que, a la luz de las interpretaciones que se suceden una tras otra, es inevitable advertir ciertos patrones de actuación en la actriz. Uno de ellos―en mi opinión, el más grave―atañe a los recursos vocales de que se sirve Rueda para enunciar ciertas frases, en especial las de mayor fuerza dramática. La homogeneidad de la dicción, en tales casos, es el pecado original de un espectáculo que se propone ofrecer a la vista de los espectadores personajes tan dispares entre sí. Así, pues, es inadmisible que un personaje como Brusca, cuyo timbre y tono de voz son tan peculiares, incurra súbitamente en la misma cadencia y solemnidad de la Medea o la Lucrecia que habíamos visto hacía pocos minutos en escena, lo cual vuelve al personaje no sólo inverosímil, sino que delata las limitaciones de una actriz en puntos álgidos de su caracterización. En lo que respecta al texto de Francis Rueda, creo que habría sido más interesante si hubiese evitado los lugares comunes tan trillados sobre el oficio de los actores. Todo aquello de «huir de sí mismo» y «vivir otras vidas» era un tanto predecible.
A pesar de todo lo dicho, me place la originalidad de Encuentro con Francis Rueda, pues ya va siendo hora de que el público venezolano empiece a ver algunas de las cosas que ocurren tras bastidores. Gilberto Pinto haría bien en cuidar de que un espectáculo de reflexión sobre el teatro no termine siendo un simple vodevil.

Caracas, 29 de julio, 2007.